Pronto entraría en ese mundo...




Los  conocimientos  o  habilidades  que  te  enseñan  en  las  clases  de secundaria  no  se  puede  decir  que  tengan  una  gran  utilidad  en  la  vida 
diaria, eso seguro. Y  los profesores son en su gran mayoría un hatajo de estúpidos.  No me  cabe  la menor  duda.  Pero  ¿sabes?  Tú  vas  a  irte  de casa. Por lo tanto, en el futuro quizá no vuelvas a tener la oportunidad de 
pisar  la escuela, así que, mientras puedas, es mejor que  te metas en  la cabeza  todo  lo que  te enseñen,  te guste o no. Tienes que  ser  como un papel  secante  y  absorberlo  todo. Qué  debes  guardar  y  qué  debes  tirar, 
eso ya lo decidirás más adelante. 
Y  yo  seguí  ese  consejo  (yo  solía  seguir  los  consejos  del  joven llamado Cuervo). Puse  los cinco sentidos en ello, convertí mi cerebro en 
una esponja, agucé el oído y grabé en mi cerebro todas las palabras que 
se pronunciaban en clase. Disponía de un tiempo limitado: las asimilaba, 
las memorizaba. Por  lo  tanto, pese a no estudiar apenas  fuera de clase, 
siempre era de  los que en  los exámenes  sacaba  las puntuaciones más 
altas. 
A medida que mis músculos  se endurecían  como el metal, me  iba 
convirtiendo en una persona callada.  Intentaba evitar que  las emociones 
se me  traslucieran en el  rostro, me entrenaba para ser capaz de  impedir que profesores y compañeros de clase adivinasen qué estaba pensando. 
Pronto entraría en el cruel y agresivo mundo de  los adultos y  tendría que 
sobrevivir en él yo solo. 
Debería ser más fuerte que nadie. 
Al mirarme al espejo descubría en mis ojos la frialdad de los ojos de un  lagarto, veía cómo mi  rostro se había  vuelto más duro e  inexpresivo. 
Pensándolo  bien,  hacía  tanto  tiempo  que  no me  reía  que  ni  recordaba 
cuándo había sido  la última vez. Ni siquiera sonreía. Ni a  los demás ni a 
mí mismo. 


Frag. de Kafka en la orilla. Murakami-

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