Volverse loca.


Loca ya, a Delia Siffoni la desaparición de su único hijo la volvió loca. Entró en un frenesí. Espectáculo prodigioso, postal perenne, cine trascendental, escena de las escenas: ver a una loca volverse loca.

Es como ver a Dios. La historia de estas últimas décadas ha hecho más y más rara esa ocasión.

Aunque fui testigo, no me atrevería a intentar una descripción. Me remito al juicio del barrio; en él, la última palabra la tenían los miembros del mismo sexo que el enjuiciado.


Los hombres se hacían cargo de los hombres, las mujeres de las mujeres. Mi mamá era entusiasta partidaria de la desesperación, tratándose de los hijos. Según ella, no quedaba otra cosa: aullar, perder la cabeza, hacer escenas.

Nunca tuvo que hacerlas, por suerte; tenía sangre alemana, era en extremo discreta y reservada, no sé cómo se las habría arreglado. Cualquier otra cosa equivalía a ser "tranquila", lo que en su idioma alusivo, pero muy preciso, significaba no amar a su prole. Más allá de la desesperación no veía nada. Después sí vio, vio demasiado, cuando nuestra felicidad se hizo pedazos; pero en aquel entonces era muy estricta: la escena, el telón del grito, y atrás nada.


En realidad, ni a ella ni a ninguna de sus conocidas le había sido necesario nunca volverse locas de angustia; la vida era muy poco novelesca entonces... La locura de una madre sólo podía desencadenarla, hipotéticamente, algún accidente horrendo que les pasara a los hijos.



A nosotros los chicos, libres y salvajes, nos pasaba de todo, pero no lo definitivamente horrendo. No nos perdíamos, no desaparecíamos... ¿Cómo perderse en un pueblito en el que todos se conocían, y casi todos estaban más o menos emparentados?
Extraviar un hijo sólo podía pasar en laberintos que no existían entre nosotros.

***Frag de la novela de César Aira, 'La costurera y el viento'.

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